Seguimos el olorcillo que nos llevó hasta nuestro pequeño hotel que regalaba gofres a los madrugadores. Comimos uno y salimos a conocer la capital de Estonia, Tallin.
Es una ciudad medieval muy bien conservada que mantiene en pie gran parte de sus murallas. Las torres de sus templos, si las observas desde alguno de los miradores, dejan a la vista el duelo cuerpo a cuerpo que hay entre sus dos catedrales, la luterana y la ortodoxa.
El pueblo estonio tiene mucho más que ver con los finlandeses o suecos que con los otros países bálticos de Letonia y Lituania. Estonia formó parte de Dinamarca, Alemania y también de Suecia. Su acceso al mar Báltico hacía que muchos países quisieran ese territorio.
Rusia apareció en su camino dos veces, con los zares y después con los soviéticos. Entre medias también llegaron los alemanes, esta vez con las ideas del Tercer Reich.
El sentimiento de independencia definitivo surgió de un festival de canciones donde podían decir lo que quisieran en las letras. Los soviéticos prohibían las reuniones de más de cinco personas, pero no cuando se juntaban para cantar.
Todo eso es parte de un pasado que a los estonios no les importa contar, pero prefieren hablar del presente y del futuro. Su economía es una de las más efectivas de la UE. Con un euro puedes montar una empresa y sin hacer papeles. Punteros en el informe PISA con la educación gratuita incluida la universidad.
Pero estos datos contrastan con cuestiones sociales como el acceso al voto. Cerca del 25% de su población, la mayoría rusa a la que la URSS obligó a trasladarse allí, no pueden votar. O el matrimonio homosexual, que hasta el año pasado era ilegal.
En invierno el frío es complicado de aguantar, hay nieve durante meses y meses. Aunque con un gofre mañanero… igual todo es posible.
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