Federico García Lorca y el club de los poetas eternos
Caluroso y diferente mes de agosto. Parece que la información, las buenas noticias y sobre todo, los buenos datos de esta pandemia, se resquebrajan como el final del verano. Los medios de comunicación iniciaron ya su segunda ola informativa sobre la Covid-19, y en la mayoría de los informativos, los números toman mayor protagonismo que las letras: ayer fueron 200 contagios menos, hoy son 300 más.
Obviamente, pese a los innumerables intentos de parar de nuevo el mundo y contagiar a la sociedad de ese pánico extremo, que hace a las personas estar en sus casas consumiendo contenidos audiovisuales con el último televisor 8K de Samsung o haciendo una videollamada con la potente nueva cámara frontal del iPhone X, la vida sigue y la cultura aguanta.
Cada vez más, uno necesita leer historias o poemas que le hagan evadirse de una realidad hecha a medida o ver películas de ficción que pueden llegar a ser más reales que nuestra propia evidencia.
El recuerdo también es un sentimiento que nos invade a todos un poco y de vez en cuando en conversaciones con amigos y familiares espetamos frases como: "qué felices éramos entonces...", "no necesitábamos más que eso...", "ojalá volver a esos años...", "fueron los mejores años de nuestra vida". Por cierto, frase que pone nombre al film de la fotografía inicial.
Es un sentimiento generalizado que la sociedad española volvió a producir el pasado 18 de agosto, recordando al imborrable Federico García Lorca. Qué diría hoy el poeta si viera como la esperanza de muchos de nosotros, fuera poco a poco muriendo. Aquel más terrible sufrimiento, que él siempre procuró tener lejos.
A buen seguro, le gustaría ver como actuamos más bien como caracoles aventureros en busca de nuevas experiencias en Nueva York, encontrando más tarde alguna Doña Rosita solterona con la que ennoviarse e irse a vivir a la Casa de Bernarda Alba después de haber tenido una de esas Bodas de Sangre.
Pensaba el otro día y me preguntaba la de historias que quedaron por el camino y la cantidad de frases, versos y palabras encadenadas, que yacieron por culpa de la sinrazón del hombre. Quisiera hoy recordar a algunos de aquellos poetas y literatos que perdieron su vida escribiendo y tratando de mostrar una evidencia que aún la humanidad no ha entendido: el no a la guerra y al conflicto armado.
Podríamos crear un larguísimo poema con todos y cada uno de esos versos caídos. También una historia de aquellas de mucha miga, con todas las novelas que se quedaron en un rugoso papel, esperando el regreso de su autor.
Imaginen comenzar por una Rosa de los vientos del gran Hinojosa, pasar por ser El Soldado de Rupert Brooke, con las melodías al piano de Granados, escondiéndonos en una de las sombras de Edward Thomas, recordándonos lo que nunca fuimos.
También pueden imaginar, que en una de aquellas noches oscuras en las que ardían libros en Bebelplatz o en la que se buscaba a poetas para su detención en la temida Rusia de Stalin, allí, muy lejos Al final de todo estaba escribiendo David Bergelson con el sonido de fondo de la polea de El pozo del gran Itzik Feffer.
En esos entonces, Boy-Żeleński nos podía preguntar si ¿Conocemos este país? y nuestra respuesta podría ser noticia en el periódico para el que trabajaba Felix Fechenbach. Y a media voz, nos convertiríamos en El principito de Saint-Exupéry, y Ana Frank querría sacarnos en su diario.
El recuerdo de nuevo, sigue siendo ese clavo ardiendo al que todos nosotros nos aferramos en nuestros malos momentos, y en los buenos también. Les hay que hasta viven de recuerdos. Es esa manera que tenemos los humanos de hacer eternos a los que ya no están y a los que se fueron, dejando una huella que ninguna guerra podrá borrar.
Siempre habrá un club de poetas muertos, que nos recordará aquello del carpe diem y del vivir el momento al máximo, pero muy cercano a él, entre razones tan infames como la propia oscura muerte, el recuerdo, como una vela, luce marcial en el otro club de literatos, el de los poetas eternos que nunca terminaron de irse.
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