La casa de Teresa
Tuve la oportunidad de entrar en aquella casa. No era un lugar cualquiera, se respiraba un cierto aroma a buen gusto y a riqueza humana. Al fondo del pasillo, una cocina con infernillo de gas y alguna fruta encima de la mesa hacía pensar que en aquel sitio sólo habitaba una persona. El baño, con limpieza absoluta, me recordaba a la casa de mis abuelos. Encima del lavabo un armario con cuatro puertas acristaladas de cuatro espejos que te partían la cara en dos. Era idéntico al que ellos tuvieron mucho tiempo colgado en su aseo. Se podía ver como alguna mancha no se había quitado, serían manchas del tiempo.
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Fotografía cortesía de Rafael Montojo Sánchez, Copi-Copaer para los amigos. |
El corto pasillo te conducía a una pequeñísima habitación en la que entraba poco más que una cuna. En esta ocasión era un armario de pequeñas dimensiones por el que se podía ver entre sus puertas el coleo de una blusa azul. Había alguna silla, me imagino que serían las que ponen cuando hay visita.
Nada más entrar, recuerdo que unas flores en la pared te daban la bienvenida, como si entraras a uno de los jardines reales con enredaderas, lirios o arbustos bien podados. A ella poco después de preguntarla que qué haríamos con esas flores, dijo que no era lo suficientemente importante, que podíamos quitarlas si fuera necesario.
Ella, ahí estaba ella, esperándonos en un salón de cuatro paredes blancas con vistas al casco antiguo de una vieja ciudad. Blusa negra, pantalones vaqueros y unos náuticos marrones. Un salón con una mesa preparada para poner un brasero en el invierno, una estantería con recuerdos, tinajas de barro y un retrato.
Aún recuerdo aquel retrato. Sólo había una fotografía en toda la casa. Era la de él, un hombre sonriente que posaba ante la cámara para una instantánea eterna. La foto no era más que media cuartilla de un A4. Se veían los rebordes a los que no llegaba a cubrir el marco de madera que la sujetaba. Lo que sí que llegaba a cubrir era de paz aquella casa.
La cama estaba también en el salón. Estaba situada justo enfrente de aquel retrato como si no pudiera vivir quien allí durmiera, ni una sola noche sin verlo. Era su marido. Ella vivía sola desde hacía un tiempo. Habían pasado muchos años, albures... incontables momentos para el recuerdo.
Era su casa. Pequeña, limpia, perfecta para albergar aquel retrato incoloro que soportaba el recuerdo de un amor eterno.
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