S I E T E
Dicen que los hombres nunca lloran, no es verdad. Yo los he visto y escuchado. No muy lejos de mí a apenas unos metros. Con esa frase comenzaba uno de los libros de una profesora y amiga que hablaba de caminos. Del gran camino.
Precisamente hoy después de todo, del corto o largo camino recorrido hasta ahora pensar y mirar atrás es una forma de responder a ciertas preguntas que durante estos meses uno se ha hecho. ¿Cómo es mi camino? ¿Qué ruta es la que he soñado siempre? ¿Cuánto dura esa travesía?
Hoy puede que tenga alguna respuesta para apuntalar una tesis sobre ello y la respuesta es una palabra que se entiende como número: siete. Porque la vida puede entenderse en siete días, o encontrar sentido siete jornadas después. Siete mañanas después, en siete pasos más, en siete abrazos, en siete esfuerzos o en siete momentos.
El número siete es muy querido por la gente, suele representar fuerza y también valentía. Liderazgo y honor si hablamos en términos futbolísticos. Siete son los días que tiene una semana. Conozco a gente que vive durante una semana al año y aguanta con eso el resto de los días. A alguno prácticamente ni se le ve más que durante siete días por la calle.
Un camino de siete días puede parecer corto, pero puede ser toda una vida. Encontrar el sentido a muchas de las cosas que a uno le han ocurrido en una semana tiene mérito, de veras lo digo. Siete veces pensé en ti, también en aquello, y lo otro lo dejé para el último día, porque soy muy de dejarlo para el último día. Siete veces me junté y siete veces suspiré. Siete veces te miré y siete veces te recordé.
También siete vidas esperé y por fin en la última logré vivir. La última bala esperaba al final. Como todo lo bueno, lo que deseamos y lo que esperamos. Todo empieza cerca del final como decía el cantante en su letra. Todo.
Conocer la felicidad al final. Hasta entonces solo eran pequeñas referencias. Oscuras referencias interiores o heredadas. Uno piensa que la felicidad no puede estar en el futuro, porque siempre la cogemos del pasado, del recuerdo. Llevamos la imagen como memoria. La felicidad, como decía Umbral, es algo que ocurrió una vez.
Por eso, aunque solo hayan trascurrió otros siete días. Aquello ocurrió una vez, la primera. La que no vuelve. Un momento fugaz, repentino, casi sin apenas poder asimilarlo. Pero ocurrió y que bueno que ocurriera. Quizás aquel momento lo pensé más de siete veces, seguro que si.
Cada siete pasos volví a pensar en el instante. Aquel momento y lugar al que volveré siempre que los tiempos se tiñan con nubes oscuras y colores pálidos. Andaré y tocaré siete veces esa puerta hasta que me abran y allí esperaré reencontrarme con ese momento y con todos los que allí estábamos y como estábamos.
El reflejo del sol sobre la madera y un mar de voces de timbres distintos. El sonido desconcertante del paso de la vida, del avance de un movimiento soñado que por momentos se cumplía.
Instantes de película que por desgracia no puedes dar para atrás. Para alguien obsesionado con el tiempo como quien escribe, vivir de momentos, no poder parar, retroceder y volver a esa hora, al minuto y al segundo que quieras de tu existencia es horrible.
Con siete pasos más, de madera y los de nuestras piernas avanzamos hacía el oasis de un final de semana que es como el clímax de una película clásica en blanco y negro con amantes declarándose su amor y la banda sonora sonando con su tema principal. En este caso, bien podría ser una película envuelta en un encierro de tela, donde sólo estás tú en la subjetividad de un plano secuencia.
Ojalá se repita al menos siete veces más. Siete despedidas, siete abrazos y siete besos de tarde. Siete lágrimas cayendo y siete semanas más. Y que siempre nos dejen volver a aquello. Al principio. Al origen. Donde fuimos felices en un instante o en siete horas. Poder volver a los 17 después de un siglo si hiciera falta.
Y pensar en esa facilidad desconcertante con la que se va la vida, en la complacencia indiferente con que se cumplen los sueños y en esa angustia no excesiva de que todo está al alcance de la mano. Que los sueños coloridos del muchacho, que jugaba en casa y vislumbraba escenas en la calle, no eran sino pequeñas realidades a las que volver de vez en cuando. En mi caso, al menos unas siete veces por semana.
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