Mi historia con un apátrida
¿A dónde vuelven los apátridas? Me refiero a apátridas de todo, no sólo de país o tierra. ¿A dónde va la gente que nunca tiene una referencia pasada clara? ¿A dónde vuelven los que no han tenido un primer amor o los que no han tenido una familia? ¿Qué recuerdos hay donde no hay recuerdos?
Siempre que la tormenta viene cargada y truena fuerte, solemos volver a algo, pero esa gente, la apátrida de sentimientos, ¿a dónde vuelven exactamente?
Igual no es del todo malo no tener a donde regresar. Hay veces que volver es peligroso.
El maestro Borges dijo una vez, que cuando uno extrañaba un lugar, lo que realmente extrañaba era la época que correspondía a ese lugar; que no se extrañaban lo sitios, sino los tiempos. Y es que no se puede definir tan perfectamente lo que es el canto rodado de la vida. Lleno de picos, de imperfecciones al principio y poco a poco, por la fuerza de la naturaleza, se queda suave, limpio y bonito.
Es complicado, por no decir imposible, que un canto rodado vuelva al principio del río o vuelva a donde estuvo unos años antes. Nosotros, que tenemos conciencia y podemos elegir donde ir, de donde marcharse y a donde volver, cometemos el error, siempre, de regresar al principio del río.
A mí me ha pasado hace poco. El otro día regresé a una ciudad en la que estuve varios años de mi vida viviendo y aprendiendo. Fui a ver a un amigo que por casualidad o porque así tenía que ser, comenzaba a trabajar allí después de varios años de exilio en casa de sus padres.
Cuando bajé del autobús, di los primeros pasos, crucé las primeras calles y no se había movido nada desde la última vez que por allí había pasado. Es como si regresara al decorado de una película cuyos escenarios yacen en una nave industrial, con cierto olor a suciedad y síntomas de dejadez, y que sólo los habían guardado porque al productor ejecutivo le hacía ilusión tenerlo allí.
Estaba todo. El sitio donde grabamos aquel corto. Los lugares donde, entre buenos amigos, de alguno hace mucho que no sé nada de él, jugábamos a ser directores de cine y a creernos aquello de que, en la pantalla blanca, todo funcionaba y todo era realidad.
Estaba también el lugar donde la conocí a ella y muy cerca de él, el lugar donde la vi por última vez. También aquel parque lleno de paz por el que discurrían las voces de las decisiones, a veces de las buenas, y otras muchas de las malas. Estaba aquel edificio modernista, inmenso, vanguardista, frío y un tanto oscuro.
Entré y la puerta sonaba como la última vez que la crucé de salida. De ese decorado sí que no habían tocado prácticamente nada. Estaban todas las habitaciones. Estaban los bancos donde anidan las promesas de los chavales. Aún quedaban las miradas, los abrazos por buenas noticias y los besos por despedidas de fin de semana.
Estaba la habitación verde, donde se soñaba en grande a pesar de que no entraban ni tres personas. Estaba llena, con todo el material que dejamos dentro. Quedaba también alguna gente. Algún paisano y paisana. Personas de confianza por las que parece que no pasan los años, volviendo a lo de antes, parece que son algo más del decorado.
Estaban aquellas escaleras donde nos poníamos a ver pasar la vida frente a un reloj digital rojo que marcaba las horas. En ese momento, no pasaba el tiempo.
Estaba todo, pero faltaban los actores de la película. Cada uno había emprendido ya su particular camino, buscando otras opciones con nuevos directores, culebrones de tarde o películas infumables que les daban de comer.
Ahí pensé en por qué no ser apátrida de momentos. En no tener donde volver, para no tener que recordar demasiado.
La gente vive muy obsesionada con todo. Es excesivamente obsesa. Todo siempre tiene que pasar por algo y todo tiene que tener un significado, un estímulo, una razón, una tesis doctoral con su presentación ante un tribunal, para explicarse que lo que le pasa, tiene una explicación.
Pero hay cosas que no la tienen. No hay lógica, no hay tesis. Solo incertidumbre y duda. Hay gente que sólo es duda, haga lo que haga, y lo haga como lo haga. Hay otra, sin embargo, que con poner un pie en la calle es certeza y un ente fidedigno.
En una entrevista a un cantante hace un par de años le pregunté sobre si sus canciones tenían más de duda que de certeza y no supo responder. Ni él mismo sabía que había en sus letras, pero, sin embargo, funcionaban con el público y vendía miles de discos.
Hoy, escribo esto porque me siento un poco apátrida. La mayoría tiene una explicación para todo y yo para muchas cosas no la tengo. La mayoría tiene donde volver y donde regresar a pesar de los tiempos, y yo, en muchos casos no.
Vivan, entonces y como consuelo, los apátridas. Los que sólo tienen a donde llegar.
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